UNA BODA Y MÁS DE SIETE MIL FUNERALES
Como toda
actividad humana que se precie, sobre todo si es conflictiva, el cine se
apodera también de los fastos matrimoniales
PILAR
RUIZ
El
padrino (Coppola, 1972).
¿A quién no le gusta una buena boda? Ponerse de tiros largos; ellas, con tacones destroza juanetes, ellos; con chaqueta en julio, sudando la gota gorda; ir el convite donde Cristo dio las tres voces; gastar lo indecible en viaje, estancia y regalo; la comilona indigerible; la ingesta anormal de alcohol y aguantar borrachuzos, congas y a Paquito Chocolatero; socializar con gente ajena –recuerdo imborrable: mesa con supernumerario del Opus– y sobre todo: aguantar ceremonias religiosas siendo ateo/a. Todo tiene su recompensa: el poder criticar ferozmente todo lo anterior más los modelitos ajenos y el ridículo general que alberga entre sus fauces todo bodorrio que se precie. Y cuanto más de alto copete, más ridículo si cabe. Ejem.